Señor director de LA VOZ DEL CHACO:
La separación de poderes es un pilar esencial de las democracias modernas, garantizando la integridad del sistema y protegiendo a los ciudadanos de la arbitrariedad. Sin embargo, en la Argentina actual se ha vuelto habitual gobernar a través de decretos de necesidad y urgencia (DNU) y vetos presidenciales, lo que pone en jaque este principio, concentrando el poder en manos del Ejecutivo y debilitando al Congreso.
El mensaje del gobierno es claro: o aceptan nuestras decisiones o seguiremos adelante de todos modos. Este unilateralismo conlleva riesgos evidentes.
El uso reiterado de los vetos para bloquear leyes aprobadas en el Congreso no solo enciende alarmas, sino que socava un sistema basado en el debate y el consenso. Si bien el veto es una herramienta legal, su abuso refleja impericia y falta de voluntad para construir acuerdos que representen a toda la ciudadanía.
El veto a la ley de financiamiento universitario, que llegó tras una marcha masiva en defensa de la universidad pública, revela un afán por frenar cualquier iniciativa que no provenga del Ejecutivo, a pesar de que su impacto presupuestario sea mínimo. Aun reconociendo que hay mucho por mejorar en la universidad pública, este veto refleja una falta de voluntad para avanzar en ese camino virtuoso.
El veto a la ley de movilidad previsional, que afecta a los jubilados, uno de los sectores más vulnerables de la sociedad, es otro ejemplo. A pesar de los esfuerzos en la Cámara de Diputados para revertirlo, las maniobras del Ejecutivo impidieron la mayoría especial necesaria.
El Presidente, además, celebra a los legisladores que avalan este tipo de prácticas. ¿Son realmente héroes quienes vulneran la representatividad popular? La respuesta es clara para muchos: no lo son.
El Ejecutivo justifica estos vetos bajo la excusa de una política de déficit cero, pero esto revela una visión economicista y deshumanizada. Si bien argumentan que las leyes no cuentan con propuestas claras de financiamiento, esta misma exigencia no se aplica a decretos y medidas discrecionales. ¿Es realmente una cuestión económica o se trata de una lucha ideológica para doblegar cualquier forma de oposición?
En la misma línea, el uso de los DNU ha sido un sello en estos meses de gestión, con el claro propósito de suplantar los procesos legislativos correspondientes.
La Ley 26122, que establece que los DNU permanecen en vigor a perpetuidad a menos que ambas cámaras los rechacen, favorece esta concentración de poder en el Ejecutivo, ya que muchos de ellos nunca son tratados. Esta falla institucional permite que decisiones cruciales como la derogación de leyes se mantengan sin el control parlamentario adecuado, abriendo el camino de su judicialización.
Así ocurrió con el DNU 70/23, que derogó cientos de leyes y actualmente se encuentra judicializado en varios de sus capítulos, con inciertas consecuencias. Otros decretos han modificado leyes sensibles, como el DNU 614/24, que reformó el Sistema de Inteligencia Nacional, y el DNU 654/24, que aumentó los fondos reservados para esta nueva estructura, rechazado por ambas cámaras en un hecho inédito en la historia institucional del país.
La discrecionalidad de los gobiernos en el uso de los DNU no es nueva, pero esa evidencia histórica no debería ser excusa para que el actual gobierno, que en campaña prometió combatir las malas prácticas de la «casta política», termine actuando de igual modo.
Otro avance nocivo sobre la división de poderes es el mal uso de los decretos reglamentarios, que en lugar de implementar las leyes aprobadas, alteran su esencia. El reciente decreto 780/24, que restringe el acceso a la información pública, es un claro ejemplo.
Un hecho positivo es que en el Congreso existen propuestas para corregir estas anomalías, como los dieciséis proyectos presentados desde diciembre de 2023, que buscan un control más efectivo de los DNU y su mecanismo de entrada en vigor. Ojalá estas reformas esenciales sean tratadas con carácter de urgencia y no se pierdan en el laberinto parlamentario.
Es evidente que en un gobierno sano, el presupuesto, la Ley de leyes, es el instrumento clave para asignar y ajustar recursos en función de las prioridades políticas y sociales. No lo son los decretos u otros esquemas discrecionales. Ese mecanismo virtuoso para la asignación de fondos públicos debe ser lo más realista posible desde su presentación.
Hoy el proyecto de presupuesto 2025 se encuentra en la mesa de los legisladores. A simple vista, el documento presenta evidentes debilidades en las hipótesis y otros puntos cuestionables. Basta decir que ningún privilegio es recortado, mientras se manipulan a la baja las cifras en educación, salud y previsión social, entre otros.
Los funcionarios tendrán que explicar en detalle esas cifras. Y también las consecuencias económicas de los reclamos judiciales derivados de DNU y vetos, algo de lo cual no se habla y que tarde o temprano pagaremos entre todos.
La gran pregunta es si el Presidente persistirá en esta compulsión «vetadora» y hasta cuándo habrá legisladores «héroes» que apoyen esta práctica en aras de la gobernabilidad. Estamos frente a un Congreso dispuesto a someterse o a uno que finalmente defenderá su rol constitucional. El final está abierto.
Este estilo de gobierno encierra otro peligro mayor: alimenta a los sectores más recalcitrantes y violentos que, en el pasado, han llevado al país a la lamentable situación actual. Estos grupos continúan ganando terreno en una ciudadanía cada vez más desencantada, mientras las inversiones potenciales se distancian, disuadidas por la fragilidad institucional y la creciente inseguridad jurídica.
El desafío para cualquier liderazgo responsable es equilibrar lo correcto y necesario con la tentación de tomar decisiones basadas en intereses propios, aunque resulten destructivos.
Comprender los efectos y consecuencias de la toma de decisiones sería un signo de madurez política del gobierno, que aún no se percibe. Aquellos que se presentan como agentes de cambio deberían, además de intentar lograr a rajatabla sus objetivos, demostrar con hechos que respetan la institucionalidad.
En lugar de promover la intolerancia y gobernar por las malas, el camino más virtuoso es construir un genuino diálogo político para un futuro sustentable. Ojalá puedan.
Es fundamental recordar que lo legal no siempre implica legitimidad si se abusa de ello. Si no se toma conciencia a su debido tiempo, el gobierno, la gente y el país que todos formamos, tarde o temprano, lo pagarán.
Irma Argüello
Presidenta de la Fundación Iniciativa Republicana