Milei ataca al periodismo como si buscara una cobertura acrítica de su gestión; los riesgos para la convivencia de una estrategia basada en construir enemigos y polarizar.
“El es así, son sus formas y la gente lo votó conociendo su personalidad y su forma de pensar”. Este es el tipo de respuestas que suelen formular los “funcionarios dialoguistas” cuando se los interroga sobre los ataques del presidente Javier Milei al periodismo. El fenómeno no es nuevo. Desde el regreso de la democracia, la Argentina vivió el período de mayor virulencia en el discurso oficial contra la prensa durante las presidencias de Cristina Kirchner, quien intentaba deslegitimar el rol de la prensa en sintonía con la retórica de los líderes de los países de la órbita bolivariana. Hugo Chávez y luego Nicolás Maduro en Venezuela, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia y Daniel Ortega en Nicaragua siguieron un libreto común de impugnaciones, que se replicaba en la Argentina de esos años. Hoy la misma partitura se toca con tonos ligeramente distintos en muchos países. Lo hace Nayib Bukele en El Salvador, por derecha, y también Gustavo Petro, en Colombia, por izquierda. Las voz más resonante es la de Donald Trump.
Las adjetivaciones son similares. “Mentirosos”, “difamadores”, “esbirros”, “manipuladores”, “extorsionadores”, “cómplices de los violentos” son algunos de los términos que empleó Milei en los últimos meses. “Ensobrados” es su mote preferido. La escena más estridente se montó el 28 de septiembre pasado en el acto proselitista de Parque Lezama. Después de gritar insultos contra periodistas, con una mirada extasiada y sus brazos en alto dirigió un coro de miles de militantes que repetía “hijos de puta”.
Las palabras no son inocuas. Juan Domingo Perón prendió la mecha de una de las noches negras de la Argentina cuando, el 15 de abril de 1953, desde el balcón de la Casa Rosada, dijo a sus militantes, que coreaban “leña, leña”: “Esto de la leña, ¿por qué no empiezan ustedes a darla?” Esa noche turbas desprendidas de ese acto incendiaron la sede del Partido Socialista, la Casa Radical y el Jockey Club. La incitación a la violencia es el límite de la libertad de expresión.
Constituir la unión nacional
Los funcionarios tienen la obligación de preservar el lenguaje como herramienta de articulación social. Constituir la unión nacional y consolidar la paz interior son objetivos liminares e irrenunciables de nuestra Constitución. La estrategia opuesta, la de construir enemigos dentro de un esquema de polarización, buscando usufructuar políticamente el resentimiento y las frustraciones de parte de la población, socava nuestros pilares institucionales y pone en riesgo la convivencia democrática. Pero es, lamentablemente, un signo de nuestros tiempos, con antecedentes poco felices. Ya Ernesto Laclau, en algún momento el principal ideólogo del kirchnerismo y del populismo latinoamericano, planteaba que el antagonismo era necesario para la cohesión de un proyecto político.
La furia presidente Milei es paradójica. No se dirige, con mayor insistencia y énfasis, contra referentes periodísticos ideológicamente cercanos a posiciones antiliberales sino contra medios y periodistas con los que tiene coincidencias en varios planos. Muchos de quienes son víctimas de sus diatribas destacan sus logros en la reducción de la inflación, el equilibrio de las cuentas públicas y la recuperación del orden en las calles. Varios periodistas, medios e instituciones a los que les imputa actos de corrupción o mala fe en su trabajo son símbolos de la honestidad intelectual y del rigor profesional. La reacción intolerante aparece ante críticas muchas veces secundarias, como si el Presidente pretendiera una cobertura acrítica de su gestión, ignorando que eso implicaría la renuncia de ese periodismo a sus estándares básicos.
El periodismo con el que Milei se enoja marca sus contradicciones discursivas, los excesos de sus expresiones, las inconsistencias en sus acciones, las ineficiencias de su gestión o las disputas internas del Gobierno. El Presidente, o cualquier funcionario, puede rebatir, rechazar, mostrar los errores o desvíos de una nota periodística. Si está al tanto de la comisión de un delito, está obligado a denunciarlo. Lo que no corresponde es el agravio.
El insulto está a un grado de separación de la agresión física. Es la frontera última del lenguaje; el umbral que nos lleva a la barbarie. Cuanto más nos alejamos de él, fructifica la posibilidad de usar las palabras para superar diferencias, arribar a consensos y cooperar para mejorar nuestras vidas.
Hay una relación directa entre la calidad democrática y el debate público. Este último debe ser fluido e intenso, libre de restricciones y amenazas. Pero el intercambio de agresiones, en lugar de ideas o argumentos, atenta contra la salud institucional de un país.
Invitación de la SIP
Durante esta semana se desarrolla en Córdoba la 80ª asamblea anual de la SIP (Sociedad Interamericana de Prensa), la organización más representativa de la prensa a nivel continental. Han participado de sus reuniones como oradores o han aceptado su convocatoria a firmar la Declaración de Chapultepec, uno de los compromisos más firmes con la libertad de prensa, mandatarios como John F. Kennedy, Fernando Henrique Cardoso, Bill Clinton, Lula da Silva, Michelle Bachelet, Luis Alberto Lacalle, José Mujica o Mauricio Macri. El presidente Milei, a través de su Oficina de Ceremonial, comunicó que compromisos previos le impedían concurrir. Presidentes como Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento o Nicolás Avellaneda, padres fundadores de la Argentina liberal que tanto aprecia el Presidente, probablemente hubieran tratado de acomodar sus obligaciones para estar presentes en un acontecimiento de esta naturaleza. Los tres fueron directores y fundadores de diarios, los tres pensaban que la prensa era el espacio en que una nación se piensa a sí misma.
Le pregunté a Marty Baron, el ya legendario exeditor ejecutivo de The Washington Post e invitado estrella de la asamblea de la SIP, qué creía que debían hacer los periodistas que sufrían agravios. “Deberían defenderse en los tribunales, dejar de ser el blanco dócil para la calumnia. Para mantener la credibilidad ante el tribunal de la opinión pública a veces es necesario recurrir a los verdaderos tribunales”, dijo.
En junio pasado, el presidente Milei afirmó que probablemente ganaría el Nobel de Economía porque, junto a su asesor Demian Reidel, estaba “reescribiendo gran parte de la teoría económica”. El lunes de esta semana, la Academia Sueca optó por otorgarle la distinción a Daron Acemoglu, James Robinson y Simon Johnson. Los dos primeros, en su libro Por qué fracasan los países, sostienen que las instituciones sólidas constituyen la clave de la prosperidad. En su última visita a la Argentina, en 2013, ante una pregunta sobre qué necesitaba nuestro país para progresar, Acemoglu contestó: “Un líder que escuche a las instituciones, que esté limitado por ellas, que respete al Parlamento, a la oposición, a los medios”.
El autor es presidente de la Comisión de Libertad de Prensa de ADEPA y vicepresidente regional de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP).
Por Daniel Dessein.