El Registro Nacional de Trabajadores de la Economía Popular (Renatep) ya superó los 3 millones de inscriptos y en nueve de los 24 distritos del país son más las personas que realizan actividades bajo este esquema laboral que los empleados registrados en el sector privado, según datos de los ministerios de Trabajo y de Desarrollo Social.
Hasta mediados de febrero último, el Renatep lleva inscriptas 3.039.620 personas, en el marco de un proceso inaugurado en plena pandemia por el Gobierno para formalizar las tareas que realiza un tercio de la población económicamente activa, según datos de la Dirección de Economía Social del Ministerio que encabeza Juan Zabaleta.
Formosa, Santiago del Estero, Chaco, Jujuy, Salta, Misiones, Catamarca, Tucumán y La Rioja tienen -en ese orden- mayor número de habitantes que viven de actividades encuadradas en la economía popular que aquellos inscriptos en el sector privado y la brecha, en estos casos, es abruptamente marcada.
A partir de los informes del Renatep, la economía popular ocupa al 34% de los habitantes activos (3.039.620 personas) y el 65,9% restante responde a la actividad privada.
En el marco de un debate recurrente en la dirigencia política que cuestiona la ayuda social y se escandaliza por los índices de pobreza en el país, «desarrollar la economía popular, con acompañamiento productivo es el desafío profundo para ir desterrando la pobreza estructural», sintetizó en diálogo con Télam, Pablo Chena, director de Economía Social y Desarrollo Local, que depende de la cartera que conduce Zabaleta.
«El reclamo principal de las protestas está relacionado con la falta de empleo en el sector tradicional de la economía, producto de muchos años de exclusión y de crisis; tenemos que impulsar el desarrollo de la economía popular para fortalecer el trabajo con derechos en los barrios populares y crecer desde abajo en forma sustentable», amplió.
De hecho, se estima que casi 8 millones de los 21 millones de argentinos encuadrados en la población económicamente activa se desempeña en ese «circuito económico subterráneo» con saberes populares que «deben ser puestos en valor».
Prueba de ello es que en esas nueve provincias del Noroeste y Nordeste argentino se registró el mayor número de personas, de entre 18 y 65 años, inscripta en el Renatep, de acuerdo con la información oficial recabada hasta mediados de febrero.
En el total país, casi el 11% (10,8%) de los trabajadores de entre 18 y 65 años están anotados en el registro oficial de la economía popular.
Al igual que en el corte realizado en agosto pasado, la foto actual del Renatep muestra que las mujeres siguen liderando la economía popular, con casi el 58% de las inscripciones, en un panorama global en el que los oficios, los servicios personales y los sociocomunitarios concentran el 62,4% de las ocupaciones.
Esas ramas de actividad incluyen a quienes desarrollan tareas de limpieza, en talleres mecánicos, peluquerías, comedores barriales, a los promotores de la salud, informáticos, cuidadores de personas y lustrabotas, entre muchos otros oficios.
«Para reconocer ese saber popular primero hay que formalizarlo», explicó a esta agencia Sonia Lombardo, directora del Registro Nacional de Efectores Sociales del Ministerio, quien advirtió: «Está claro que no se puede vivir de la feria y que hay que lograr que esta economía llegue al mercado de barrio y al supermercado».
Pero además -señaló-, resulta clave que el Estado «acompañe» al productor de tal manera que pueda «certificar la calidad de sus productos».
El comercio popular, las ferias y el trabajo en el espacio público son patas centrales de esta economía informal, con fuerte arraigo en los barrios más organizados.
«Hay que ayudar a legitimar esa producción, que accedan a las herramientas que certifiquen que eso se puede consumir, que es seguro, que es sano; no es solo propaganda lo que se necesita sino también acceso a registros y certificados que, con el tiempo, permitan aumentar esa producción», declaró y entendió que, de esa manera, también se transforma algo del «orden simbólico y cultural».
Ejemplo de este proceso son las pequeñas unidades productivas en las que se elaboran alimentos artesanales, de bajo riesgo sanitario y a pequeña escala, en cocinas domiciliarias, individuales o colectivas, y para las que el Gobierno ofrece subsidios destinados a la compra de maquinarias, de materia prima o a la mejoría edilicia.
Tanto Chena como Lombardo coincidieron en que la economía popular no solo es clave en la lucha contra la pobreza estructural, sino también en la reinserción social de quienes son excluidos del mercado tradicional.
«Tiene un componente ético moral muy importante porque le da lugar a quienes estarían destinados a condiciones muy precarias, como por ejemplo aquellas personas que recuperan su libertad luego de haber cumplido una condena», graficó Chena.
De manera similar, la economía popular suele ser el sistema que cobija a quienes, por ejemplo, lograron salir de trabajos semiesclavos en el rubro textil, donde padecieron «condiciones de precariedad extrema».
«Ahí está la diferencia entre una economía informal, al servicio de un capital monopólico, versus la economía popular que saca a esas trabajadoras de esos lugares clandestinos y las coloca en cooperativas o polos productivos, donde pueden desarrollar su propia capacidad de organización y comercialización», insistió Chena.
Es que «muchas veces la informalización es utilizada para cubrir una ilegalidad y una precariedad, pero, en cambio, la economía popular batalla eso desde lo ético y lo moral», explicó.
La pata política está representada en las organizaciones sociales porque defienden una «agenda de institucionalización de esta economía para que sea valorizado un modo de producción nuevo, autogestionado por los trabajadores de los barrios».
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