Por Vidal Mario
Se cumplen hoy exactamente 100 años de la masacre de centenares de aborígenes en la Reducción de Napalpí, por el supuesto delito de “sublevación”.
Sublevarse significa levantarse contra un gobierno legalmente constituido. Pero esa pobre gente no se había levantado contra nadie. Simplemente estaban en huelga. Se negaban a cosechar algodón por el ridículo salario que se les pagaba y, para colmo, el gobierno les había prohibido salir del entonces Territorio Nacional del Chaco para trabajar en provincias que les ofrecían salarios más ventajosos.
La mañana del sábado 19 de julio de 1924, fueron rodeados y atacados por ochenta policías. Sobre dicho ataque, quedó en la historia esta estremecedora descripción:
“El ataque terminó en una matanza, en la más horrenda masacre que recuerda la historia de las culturas indígenas en el presente siglo. Los atacantes sólo cesaron de disparar cuando advirtieron que en los toldos no quedaba un indio que no estuviera muerto o herido. Los heridos fueron degollados, los esfínteres de algunos de ellos fueron colgados en palos. Entre hombres, mujeres y niños, fueron muertos alrededor de doscientos aborígenes, y algunos campesinos blancos que también se habían sumado al movimiento huelguista”.
Dos meses después, el 24 de septiembre, durante una interpelación parlamentaria al ministro del Interior, en la Cámara de Diputados de la Nación, se dio lectura al siguiente informe:
“La policía, en número que no debe haber bajado de setenta hombres, a la mañana del 19 de julio sitió la toldería que se decía amotinada. Tiraron unos cuatro mil tiros, luego ultimaron a los heridos y degollaron a varias de las víctimas”.
El legislador que leyó el referido informe, Francisco Pérez Leirós, del bloque de la oposición, pidió la inmediata destitución del gobernador del Territorio Nacional del Chaco.
“El país reclama justicia –dijo-. Debemos aparecer ante el mundo como nación civilizada que castiga a los bárbaros. El Gobierno debe demostrar que no quiere manchar sus prestigios por la acción de hombres que por encontrarse a mil kilómetros de Buenos Aires creen que pueden proceder como se procedía en un feudo hace 500 años”.
Algo que cuesta creer
Cuesta creer que la masacre de Napalpí se produjera durante uno de los pocos gobiernos que le dieron al país prosperidad, orden y progreso: el del radical “antipersonalista” Marcelo T. de Alvear.
Recientemente, había culminado la crisis mundial de posguerra que tanto había jaqueado a su antecesor Yrigoyen, y la confianza que volvía a despertar la Argentina se traducía en una fuerte corriente inmigratoria y en el flujo de grandes capitales que llegaban desde distintas naciones del mundo.
Miles y miles de inmigrantes, en su mayoría españoles, entraban cada año al país y el incremento de capitales venidos de afuera daban razón firme a la naciente industria argentina. La legislación social y obrera alcanzaba nuevas expresiones con conquistas como la reglamentación del trabajo de mujeres y de los menores de edad, además de la ley de jubilación de los maestros.
Dos ministros muy inquietos, el doctor Tomás Le Breton de Agricultura y el general Agustín P. Justo, secretario de Guerra y Marina, sumaron importantes contribuciones a la obra de gobierno.
Había plata hasta para reorganizar las instituciones armadas y comprar cruceros, destructores y submarinos. Se adquirieron modernos materiales para el ejército, se construyó la fábrica de aviones de Córdoba y se instaló una base de submarinos en Mar del Plata.
El prestigio argentino en el exterior se acrecentó con la visita del príncipe Humberto en 1924 y, al año siguiente, del príncipe de Gales. Tales visitas señalaron momentos de auténtica emoción popular por la gravitación que tales personalidades tenían en las respectivas colectividades radicadas en el país.
Pero…
Pero, como dice una antigua canción francesa, “un soplo del viento, y todo da un vuelco”: Alvear cometió el error de mandar como gobernador del Territorio Nacional del Chaco a un delincuente “que nunca ganó un peso honradamente”. Se llamaba Fernando Centeno.
“Malos gobiernos hemos tenido en el Chaco, pero como el de Centeno, os juramos que ninguno” aseguró El Heraldo del Norte.
La masacre de Napalpí fue una trágica constancia de la veracidad de esa afirmación.
Después Alvear cometió otro error, por llamarlo así: archivó a través de sus diputados oficialistas las investigaciones efectuadas en torno del luctuoso suceso, además de desestimar las pruebas enviadas desde el Chaco por eminencias como el intendente de Resistencia, Alfredo Guerrero, y el científico Enrique Linch Arribálzaga.
Tal pedido lo hizo durante la interpelación de seis horas (comenzó a las 12 de la noche y terminó a las 6 de la mañana) a que fue sometido el ministro del Interior, Vicente A. Gallo, para que respondiera por los hechos ocurridos en el Chaco.
Las denuncias sobre la masacre fueron desestimadas y, archivadas, estuvieron ocultas en las entrañas de la Cámara de Diputados de la Nación hasta 1994, año en que fueron desenterradas por el legislador nacional Claudio Ramiro Mendoza.
Hoy se cumplen dos aniversarios: 100 años de dicha masacre, y 100 años de impunidad.
Ni los autores materiales del crimen fueron castigados en su momento ni las etnias que padecieron el cruel atropello recibieron una justa reparación material.
Una demanda aborigen contra el Estado Nacional entablada en el 2004, rechazada por los gobiernos de Kirchner y de Macri, hasta el momento solamente ha recibido “reparaciones” meramente protocolares que están muy lejos de ser reparaciones.
*(Autor de cinco libros sobre la masacre de Napalpí)